Cuando mi socio en el blog me propuso tratar el tema de la donación y trasplante de órganos, sentí cierta resistencia a hacerlo, que luego actuó como motivador porque me apasiona bucear en el autoconocimiento, incluyendo aquellas aguas que no me atraen de primeras. El trasplante de órganos simpatiza más a enfermos que a sanos. En parte es así porque los medios de comunicación masiva evitan divulgar -y menos aún promocionar- temas impopulares o poco conocidos, si no hay ganancia de imagen o dinero de por medio. Pero su poca acogida también se debe a que el tema requiere desmontar una serie de resistencias internas, más fuertes en aquellas personas que identifican la esencia de su ser con su cuerpo. Porque ese narcisismo inconsciente, junto con el miedo a la muerte (miedo a dejar de ser) y con el infaltable egoísmo humano, forman la tríada que obstaculiza la donación de órganos, junto con otras variables: supersticiones y tabúes religiosos; información desconocida, insuficiente o errónea sobre el tema; donante potencial o familiares con inestabilidad emocional o escasa capacidad intelectual; desconfianza en los servicios médicos; trabas legales; comercialización indebida. Si bien el trasplante abarca desde órganos claves para la vida (corazón, páncreas, riñón, hígado, pulmón) hasta tejidos no vitales (hueso, córnea, cartílago, piel, ligamento), muchos opinan que la integridad corporal debe preservarse más allá de la vida, para desmentir a la muerte como fin absoluto, creencia heredada de antiguas civilizaciones. Algunos, en cambio, consideran que seguirán viviendo en el beneficiado con el trasplante, o por haber dejado una huella altruista en la memoria humana.
El miedo instintivo a la castración, desmembramiento o mutilación, muchas veces anula la intención de ayudar a otro cediéndole una parte física que de nada servirá a su dueño original después de muerto. La negativa a donar órganos también puede venir del temor a perpetuarse: se teme prolongar la vida personal a través de la del receptor, para no confundir su destino con el propio, o entremezclar vivencias, memorias y sensaciones a través de la parte donada. Increíblemente, este miedo también se da en algunos receptores. Estar reacio a donar una parte útil del cuerpo inútil casi siempre se debe a una mezcla de resentimiento e individualismo: se rechaza dar vida a otro cuando uno ha perdido la suya y por tanto, no importa la necesidad ajena (generalmente la persona egoísta llega hasta su final con la misma visión y actitud mezquina hacia los demás que mantuvo mientras vivió). Así como se pretende ser el dueño absoluto de la propia vida, se procura extender ese dominio ilusorio controlando la totalidad del cuerpo y el destino de otros bienes materiales después de la muerte.
La mayoría humana, si bien reconoce y acepta racionalmente la muerte en los demás, la aparta inconscientemente del propio horizonte. Además, muy pocos aceptan que su individualismo en realidad no los hace distintos ni los separa de la gran masa humana. Y cuando alguien tiene creencias religiosas que producen temor al más allá, pues con razón se aferra al más acá, evitando pensar en su inevitable final. El aprendizaje infantil de ver a la muerte como una pérdida dolorosa, origina el rechazo adulto a ceder sus órganos o los del ser querido: donarlos aumenta la sensación de pérdida y el miedo a morir, o supone abandonar toda esperanza respecto al familiar que está en sus últimas. Algunos razonamientos típicos son: Si estoy muriendo en un centro médico, seguro me aceleran la partida si se enteran que soy donante y necesitan mis órganos; siendo la donación voluntaria, gratuita y anónima ¿qué provecho procuro a los míos, donando una parte de mí a un desconocido?; tengo bastante con mi dolor para preocuparme por el dolor ajeno; quiero que esta agonía insufrible termine ya, sin prolongarla más para favorecer a un extraño; no quiero correr el riesgo de retardar el sepelio con lo de la donación; es un irrespeto eso de mutilar al ser querido; si soy gitano o si creo que transferir sangre va contra la voluntad de Jehová, ni me lo pienso, no dono y ya. Comparando con las situaciones en las que, pudiendo darse, no hay donación de órganos por parte de la persona o de sus deudos, cuantitativamente suman mucho menos los casos en los que el moribundo o sus familiares autorizan la cesión de órganos por cuestión de fe, por imagen social, por simple indiferencia o por auténtica bondad y empatía hacia ese otro que sufre y a quien generalmente no se conoce. Los casos de donantes vivos y sanos son todavía menos frecuentes, y casi siempre buscan ayudar a un familiar o persona muy cercana. Estadísticamente, la pionera España con su legislación a favor de la donación de órganos desde principios de los 80, supera con mucho los casos de trasplante de órganos donados registrados en Paraguay o Venezuela, por citar algunos países de habla hispana.
Una racionalización objetiva sería la siguiente: Si necesitaras un trasplante ¿te negarías a recibirlo? Entonces, ¿por qué no donar? O esta otra: ¿de qué me sirve tener ese órgano vivo un poco de tiempo más, después de mi muerte cerebral? E incluso ésta: ¿Cuál es la urgencia del trasplante o qué consecuencias tendría para otros el fallecimiento del paciente que espera por mi decisión? Invito a considerarlas, y también a pasearse por varios escenarios:
1- Tal vez si todas las personas fuesen inscritas como donantes al nacer, pudiendo hacer luego un trámite público sencillo para desistir de serlo, la decisión de donar los propios órganos o los de un ser querido sería más fácil y frecuente.
2- La falta de cultura social o de legislación respecto a la donación de órganos sigue haciendo un tabú del tema, encarece los costos de los trasplantes y fundamenta el comercio delincuente de órganos, incluyendo el tráfico de seres humanos asesinados para venderlos por partes, lo que sí supone un irrespeto a la vida.
3- Tampoco hay que ver al trasplante como la panacea para prolongar la existencia humana o darle más calidad, en tanto la ciencia procura otras alternativas para disponer de órganos compatibles, como la clonación o los cultivos de células madres y ADN. Sólo un bajísimo porcentaje de cadáveres resultan aptos para la donación de sus órganos: están de por medio el tiempo desde el deceso, la causa de la muerte y el estado del órgano antes del trasplante, la incompatibilidad genética, el rechazo inmunológico o post-operatorio, las complicaciones surgidas durante el proceso quirúrgico o después de éste, y otras variables contrarias. Sin embargo, la cantidad de fallecidos siempre multiplica la de pacientes en espera de un trasplante.
4- La realidad es que todos y cada uno de nosotros puede verse algún día ante la encrucijada de ser invitado a donar sus órganos o de necesitar uno ajeno, y es conveniente pensar ahora sobre el tema, para no estar tan a oscuras llegado el momento.
No quisiera terminar este artículo aconsejando donar o no donar, pues cada persona ha de poder reflexionar y decidir libremente sobre el asunto. Lo que sí veo procedente es invitarte a considerarlo a tiempo -y el tiempo es ahora- respondiendo para ti estas preguntas: ¿Estás dispuesto(a) a donar tus órganos? ¿En qué caso lo harías sin dudar? ¿Has hablado sobre el tema con tu familia? ¿Si tuvieses más información, te lo pensarías? La realidad es que todos y cada uno podemos vernos algún día ante la posibilidad de donar un órgano o de necesitar uno ajeno, y es conveniente haber reflexionado sobre el asunto para no estar a oscuras o tener que actuar bajo la presión del miedo y la proximidad de la muerte. Yo estoy claro en cuanto a lo que haré llegado el caso, y sé que es lo correcto porque lo he decidido de manera preventiva, objetiva y sincera, y siento paz interior. Tal vez te sirva este indicador personal, en ésta y cualquier otra toma de decisión que debas hacer y que afecte tu vida y la de otros.
Escrito por: Gustavo Löbig