
Con
el tiempo, y desde la libertad de no estar limitado por creencias o dogmas
estrictos, me di a la tarea de explorar cuanta secta o doctrina de más de mil
adeptos se me atravesase, sin encontrar a dios en ninguna. Y me inventé un dios
a mi medida, es decir, a la medida de mis necesidades y expectativas. Tal como
uno hace de adulto con la pareja ideal. Con los años fui depurando mi
concepción de dios mientras mi búsqueda
espiritual me alejaba cada vez más de una iglesia que ha prosperado durante dos
milenios, vendiendo unas ideas imposibles de probar, unos dogmas imposibles de
discutir, un modelo imposible de seguir, un dios invisible y generalmente ajeno
a todo dolor o catástrofe. Como todo turista que se respete, he visitado el
Vaticano y las principales catedrales europeas, lo que me llevó a reconocer que la iglesia de mi niñez, además de ser una
excelente vendedora, diestra en cambiar ideas no comprobables por bienes materiales,
une a su carácter de trasnacional poderosísima el privilegio de ser primer mecenas
del arte y del boato. Ante tales logros decidí que debo ser objetivo a la hora
de evaluar a la iglesia cristiana y a sus obras. Porque si la humanidad no
necesitase de la iglesia, sea la católica u otra, no existirían las religiones.
Y por eso, en vez de caer en el facilismo
de criticar sin compasión, me dije: ¿Qué importan unas cuantas incongruencias,
qué más da el debatido tema del mensaje evangélico dictado en medio del lujo y
del poder mundano, o los escándalos sexuales de tantos seglares o religiosos
cristianos, o los profetas evangélicos multimillonarios invitando a parar de
sufrir, o la sangrienta colonización americana, africana o asiática hecha en
nombre de Jesús, o las hazañas de la Inquisición , o la quema de brujas y de
científicos adelantados a su tiempo, o las cruzadas destructoras de judíos e
infieles, o la inolvidable labor de papas emblemáticos como Borgia, Juana o
Clemente? ¿Qué hay con que todas esas hazañas humanas se hayan inspirado en el
amor a Jesús, aunque fueran realizadas a costa de tanto sufrimiento humano, si
se hicieron para la mayor gloria de dios y de su esposa la iglesia? ¿Quién
puede culpar a esa esposa divina de defender sus bienes y derechos a toda
costa, incluso a costa de sus principios? ¿Acaso es la única fémina que se
prostituye para mantener su casa, su status o su prole? ¿Quién puede culpar a la
iglesia de mostrar todas las características y debilidades de cualquier
institución humana? ¿Acaso no ha exhibido innumerables actos de heroísmo,
abnegación y generosidad a lo largo de su historia, conmoviendo a muchas mentes
débiles hasta las lágrimas? ¿Acaso a la par de tanto cura mundano no caminaron
otros curas y beatos con olor a santidad, incluyendo aquellos que por
mortificar el cuerpo jamás se bañaron? ¿Acaso la fe y el rito no han satisfecho
a millares de viejitos y no tan viejitos, en momentos de aflicción, de
celebración o de ocio, gentes sencillas que solamente han tenido que pagar una
tontería a cambio del servicio fúnebre, la bendición o las misas? La iglesia ha
trazado claramente el deber de seguir por la senda del amor y del bien, guiados
por el temor a dios y por el miedo al castigo o al infierno. Esa tarea ha justificado
ante el mundo que la iglesia use la coacción, la manipulación, las torturas, la
excomunión y hasta las armas, con tal de lograr que la mayoría aceptase ese
mandato de amor y de bien.
Por
otra parte, la iglesia también ha contribuido a desarrollar la capacidad de
asociación y de raciocinio de la masa mostrándole ejemplos contrarios a su
discurso, actuando durante siglos el
papel de “haz lo que te digo pero no lo que yo hago”, a ver si el cristiano
común se da cuenta de la incongruencia, capta el mal ejemplo de la jerarquía
eclesiástica y aprende del error ajeno. Y eso no es sino una pequeña parte de
todo lo que la humanidad debe a la iglesia católica, cristiana y apostólica.
¿No ha provisto de educación, comodidades, protección y privilegios a sus miles
de representantes y empleados en todo el mundo, gracias a las limosnas de los
fieles? ¿No ha multiplicado el óbolo de la viuda en inversiones más que
rentables, erigido sedes muy costosas y activado el consumo de bienes
materiales por doquier, favoreciendo con ello el comercio internacional? ¿No
custodia las mejores obras de arte del mundo? ¿No ha impuesto la cultura
avanzada a las regiones más atrasadas, despojando a los indígenas de sus
tradiciones inútiles y supersticiosas y matando a los que se resistieron a perder
sus raíces? ¿No es cierto que ante cada denuncia contra la iglesia, sus adeptos
sacan inmediatamente justificaciones, exhiben buenas obras, optan por un
silencio prudente o evitan penalizar al laico o al cura que cayó en el error,
para no aumentar la culpa y la violencia castigando al culpable?.
Nadie
puede probar que dios haya fundado la iglesia, o la haya autorizado para
interpretar con exclusividad la divina voluntad, pero la iglesia misma afirma
que es así, sobre la base de un nuevo testamento que ya lleva demasiado tiempo
siendo nuevo, que indiscutiblemente fue escrito por hombres, que
convenientemente ha sido editado y traducido, y que en cada concilio se ve reforzado
por dogmas y mandatos papales considerados infalibles. Esa misma iglesia colabora desde hace siglos con la
inocencia, la fe ciega y la obediencia pasiva de un gran sector de la humanidad,
en tanto sea parte de su feligresía. Y, ¿acaso no son estos los valores que
quiere un mundo cansado de guerras? Que el sector a favor de la iglesia entre
en conflicto con otros sectores e intereses humanos que la critican, creando
más separación y discordia en nuestro pequeño planeta, no es culpa únicamente
de la iglesia. Así pues, lo repito: por todas estas razones y muchas más de igual
peso, yo sigo observando con particular interés a la iglesia católica y
cristiana que se califica a sí misma como no
mundana, y la veo asociada año tras año con su indiscutible poder dentro del mundo. Es verdad que en los
últimos tiempos la clásica rigidez de la doctrina católica ha hecho que la
iglesia pierda muchos adeptos, atraídos por la nueva era, la ciencia, el
hedonismo y otras religiones. Pero su poder económico y político es tal, que
aún hay santa iglesia católica para
rato, lo juro por ella!. Y que conste, jurar por algo como la santa iglesia no es jurar en vano….es
jurar por nada. Es decir, no es pecado!!!
Escrito
por: Gustavo Löbig