Yo andaba paseando
hace más de veinte años por Norteamérica, cuando escuché por primera vez hablar
del internet. Estaba en una biblioteca pública esperando por el texto de Klimt
pedido a la gorda antipática del mostrador, que no entendía mi inglés (ni yo el
suyo) ni conocía al pintor, cuando un seminarista salvadoreño que me seguía en
la fila de solicitantes pronunció la palabreja (inédita para mí) en tono de
preocupada crítica, dirigiéndose al cura anciano que lo acompañaba. Mientras yo
buscaba escuchar más sobre esa red interna, por si era un requisito para que la
encargada ubicase y me diese el condenado libro, el sacerdote le respondió al
angustiado joven algo como esto: “Hijo mío (al voltear vi que no se parecían),
esa Torre de Babel con tanta gente comunicándose no tiene futuro, se caerá como
la otra, la gente está acostumbrada a hablar cara a cara, por teléfono o por
carta, y a ir a su misa. No hay que temer, los sacramentos se dan en persona y
esa moda del internet no afectará lo que lleva siglos siendo”. Lo aseguró con
la certeza de la ignorancia, siempre mala profeta, mientras yo recibía ¡por
fin! mi Klimt sin entender nada del comentario anterior y olvidándolo hasta
hoy.
Pero actualmente
todos sabemos que la espiritualidad se pesca y se vende como nunca con las
redes sociales. Son incontables los individuos, grupos y organizaciones que se
la pasan debatiendo por computadora
acerca de si Jesucristo existió (o Dios, o el Diablo), o realizando
búsquedas teológicas entre un mar de noticias personales y de asuntos
mercantiles o adoctrinamientos políticos, o anunciando eventos religiosos u
obras de caridad, o empleando esa vía de alcance masivo para fomentar los antiguos
credos, fomentar sectas nuevas o atacar a los de creencias distintas a las
suyas. Muchos discuten acerca de la moralidad que afecta al hecho de poder
vivir tan informado, tan conectado con otras personas y opiniones, otros rezan
por sus conocidos cuando leen lo que estos publican, o se indignan y los
eliminan como amigos por ser unos herejes virtuales, y, como era de esperar,
hasta el Papado fijó posición cuando vio lo que le venía encima. Hace unos años
sugirió en su cuenta Pontifex que los sacerdotes deben aprovechar al máximo los
recursos de la comunicación digital para el mejor servicio de la fe, y con
iniciativas como el Movimiento Regnum Christi convirtió a las redes sociales en
lugares para la evangelización y el adoctrinamiento, buscando seguramente crear
una Tierra Santa Virtual.
Entretanto, las
demás religiones también usan el internet para extender sus creencias, que a
menudo son tentáculos bañados en sangre, o ven expuestos por ese medio, ante la
opinión pública, sus cruentos excesos. ¿O es que en pleno siglo XXI los
fanáticos no siguen vejando, oprimiendo, decapitando, lapidando, ahorcando,
mutilando, violando, encarcelando, quemando vivo o matando de otras formas
medievales a quien desafía a sus ruines intereses disfrazados de normas
bondadosas, dogmas indiscutibles y elevadas metas espirituales? ¿Acaso no se
limita o prohíbe el uso de internet en regímenes totalitarios o en naciones
musulmanas como es el caso de Irán o de Turquía? La Web ha llevado a
incontables oportunistas dentro y fuera de las iglesias a extender sus manos
codiciosas hacia un mercado billonario, enguantando sus garras con el disfraz
de blogs individuales o comunitarios, portales, sitios herméticos,
organizaciones caritativas, grupos de admiradores de santos, líderes religiosos
o movimientos apostólicos. Abundan los iluminados que defienden teorías
místicas y evolutivas jaladas por los pelos, los espacios de reflexión o
sermoneo personal, los lugares donde se discute sobre temas espirituales tan
áridos como siempre, pero con más virulencia por ser debatidos desde la
seguridad de una pantalla y del cobarde
anonimato.
Escrito por: Gustavo Löbig
(A esto es que hacemos referencia: a manipular, alienar y jugar con el miedo o la autoestima de las personas)