jueves, 15 de diciembre de 2011

Agnósticamente Navideño

Aprovechando la plenitud del mes de Diciembre y abstrayéndome un poco de forma intencional de la temática que tratamos en el blog, me alenté (sólo por esta vez, y con el permiso de nuestros lectores ragunianos) a darle un giro algo más íntimo y escribir sobre el significado que tiene la Navidad para alguien como yo, toda vez que es bien conocida mi posición anticlerical. Y es que este año me siento particularmente navideño, o mejor dicho, agnósticamente navideño! ¿Suena contradictorio? puede ser, pero es que si lo vemos objetivamente la Navidad, como fiesta en sí, ha dejado de ser exclusiva de los cristianos y católicos convirtiéndose hoy en día en una celebración naturalmente adoptada por personas de otras religiones y formas de pensamiento quienes se han dado el permiso de disfrutarla y compartirla. Claro está que siempre habrá quien me pregunte: “¿Por que celebras la Navidad si eres ateo?” Yo, luego de dibujar una sonrisa en mi cara y de evadir la aclaratoria de que no soy ateo sino agnóstico, les digo: “porque me gusta”. Y es cierto, he descubierto que me gusta, pero no por las razones que deberían tener todos los creyentes de celebrar la llegada al mundo de Jesús de Nazaret y todo lo que ello representa para la fe cristiana, sino más bien porque me dejo seducir por esa euforia colectiva de festejos, regalos, comidas, adornos, canciones y agradable frío de temporada; además de la inevitable retrospectiva de esos momentos especiales que le dieron a esta época navideña un particular significado.

Estos días traen consigo muchos recuerdos de mi niñez: como el ingenio que tenían mis padres para dejarnos a mi y mis hermanas los regalos debajo de la cama y hacernos creer que había sido el mismísimo Niño Jesús quien dejó esos presentes para nosotros. Me acuerdo como si fuese ayer de la alegría que sentía las mañanas de los 25 de diciembre al despertar y ver todos esos juguetes, pero antes de disfrutarlos había que darle gracias al “Niño Dios” por su bondad al habernos premiado por nuestro buen comportamiento durante el año. Toda esa ilusión duró como hasta los 7 u 8 años cuando descubrí, no recuerdo como, que ese famoso “Niño” no era tal y que eran mis padres quienes con todo su amor dejaban los regalos bajo mi cama cada nochebuena, pero como no quería dejar de recibirlos dejé pasar al menos un par de años más sin decir nunca nada sobre mi secreta revelación. No obstante la experiencia de descubrir esa “mentirilla blanca”, aunque hecha con la mejor intención, fue algo dolorosa para mí, así como lo podrá ser para cualquier otro niño, y buena parte de esa ilusión de la Navidad murió en ese momento. Hoy en día puedo decir que esa fue mi primera gran decepción con el mundo religioso.

Ya en mi pubertad fui descubriendo que las navidades eran sinónimo de fiestas, patinatas y parrandas, las mejores que he tenido. Estas se complementaban con visitas inesperadas, reencuentros y reuniones familiares. Nunca podré olvidar la imagen de mi abuela junto a mi mamá y mis tías preparando esas deliciosas hallacas, así como el aroma que permanecía por días en toda la casa. Mi papá, siempre fiel a las tradiciones venezolanas, gustaba de colocar canciones navideñas de un disco de acetato que contenía preciosos aguinaldos y villancicos mientras poníamos el pesebre. Por cierto que mi padre decía con cierta vehemencia que el árbol de Navidad era una tradición extranjera y que nosotros por ser venezolanos teníamos que poner el nacimiento, pero como a mis hermanas y a mí siempre nos gustó el arbolito nos permitió colocarlo una que otra vez (Yo creo que en el fondo a él también le gustaba el arbolito pero nunca lo quiso reconocer). Por su parte, mi madre no siempre fue muy apegada a las celebraciones navideñas ya que eso representaba mucho trabajo en la cocina y arreglando la casa para recibir las visitas, aparte de los gastos extras por los obligados regalos y el odiosísimo juego del amigo secreto. Aún así, mi mamá siempre disfrutó de ver a la familia reunida y compartiendo, y lo sigue haciendo con el mismo amor que tanto la caracteriza.

Luego, una vez que empecé a ser independiente y comencé a viajar por el mundo, pude ver que la Navidad, aparte de representar un frenesí universal, también llegó a convertirse en todo un suceso mercantilista. Las personas se volcaban a las calles a comprar ropa nueva, regalos y cuanto adorno existía en las vidrieras de las tiendas para decorar sus hogares. Aprovechaban para dar obsequios a sus seres queridos, así como regalarle algún detallito a esa gente que hacía tiempo que no veían o simplemente para quedar bien por convencionalismo social. No en vano Diciembre se ha consolidado como el mes de mayor venta y consumo en todas las regiones del planeta. Aún estando consciente de ello, disfrutaba de recorrer las principales plazas y centros comerciales de esas ciudades que mostraban su mejor cara luciendo sendos árboles de pino con full luces de colores, las tiendas regiamente decoradas con motivos rojos y verdes, los fuegos artificiales mimetizándose con el cielo estrellado y dejándome envolver por ese ambiente mágico de buena energía junto a gente desconocida que nunca más volvería a ver.

Hoy en día, ya alcanzados mis cuarenta, lo sigo disfrutando pero no con esa inocencia ni con la misma intensidad de antes, la cual se ha visto disminuida junto con la pérdida año tras año de estas tradiciones. Aún así, le dedico un buen tiempo a montar el arbolito mientras oigo mis canciones navideñas favoritas y evoco esos momentos de felicidad pasada. También trato de atender todas las invitaciones sociales que me hagan ¿Qué sentido tendría resistirme y privarme de compartir buenos momentos con mis seres queridos? Si bien esto podría hacerse en cualquier otra fecha del año, es en Navidad cuando la gente esta más presta a hacerlo. Pero es precisamente en esos momentos de reflexión cuando me pregunto si toda la gente que celebra estas fiestas lo hace motivada por la genuina convicción de que se cumple un año más del nacimiento de Jesús o simplemente es una excusa perfecta para reconciliarse socialmente con la familia y amigos. Quizá sea ambas, o ninguna, pero en mi caso particular lo hago en honor a ese niño que una vez fui y que aún llevo conmigo, que creyó en la Navidad, y que ahora en un cuerpo adulto todavía mantiene en su memoria los más hermosos recuerdos de infancia y juventud junto a las personas que ya no están, y con las que sigue teniendo la dicha de compartir su vida.

Escrito por: Rafael Baralt